Cuando aparece el resbalón,
qué gran desatino,
pasar de la posición vertical,
a decúbito supino.
Retumba hasta el cielo,
la gente mira,
palomas alzan el vuelo
y tú suspiras...
¡Calambrazo me ha subido
desde el coxis hasta el cerebelo!
¿dónde yo he caído,
en el tendido eléctrico o en el suelo?
Calla, calla y disimula
que ya se acerca gente,
pongo sonrisa de chula
y empiezo a enseñar dientes.
-¿Te has hecho daño? - Preguntan.
-No, que va, para nada. - Mientes.
-¿Te ayudo a levantar? - Te dicen.
-Vale, genial. - Asientes.
Y en ese segundo interminable,
en el que te levantas estoicamente,
descubres con gesto inmutable
que nunca volverás a andar como siempre.
Me he descuajaringao de arriba a abajo.
Poner un pie en tierra es un triunfo,
poner el otro es más trabajo.
¿Cómo voy a hacer para andar con disimulo?
Arqueo rodillas, cadera y espalda
como un bebé en equilibrios,
sacudo mi ropa manchada,
enderezo el cuello, ¡qué martirio!
Rayos de dolor
recorren todo mi trasero,
empiezan en el talón
y terminan en el pelo.
Empiezo a notar
las risitas alrededor
y no es de extrañar
con este pedazo de resbalón.
Le echo valor y me piro.
Necesito un lugar tranquilo
para tomarme un respiro.
Un banco es mi gran asilo.
Ganas de llorar no me faltan,
¡qué vergüenza! ¡qué dolor!
Y empiezo a reír con ganas
cuando siento mi rubor.
No seré la primera ni la última,
eso está claro, lo sé,
y aunque se daña la estima
hay que tener arte para caer.
Cae el vecino por una loma,
cae el Papa con su casaca,
cae el Rey, y se esloma,
que caiga yo no es ni de traca.
Que resbalar es de mortales,
y salir indemne imposible.
Que no hay hueso que después no duela,
ni culo que no se lastime.